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¡Bienvenidos a mi blog! Vídeo de presentación

En éste espacio encontraréis información sobre las novelas que, a día de hoy, tengo publicadas. Espero que, con vuestro apoyo, el número vaya creciendo poco a poco. Si sois de los que disfrutáis con una buena historia de amor, os invito a que curioseéis y os dejéis tentar por alguna de estas historias. Están escritas con mucha ilusión y pasión y creo que eso se nota y se trasmite a través de sus páginas, pero sois vosotros los que debéis juzgarlo. Gracias por visitar mi blog.

Primeras páginas de: "MI TESORO"


CAPÍTULO 1

 

Karen volvió a releer, disgustada, el artículo que aparecía en primera página en uno de los periódicos locales: “En relación al robo del manuscrito en el museo de la ciudad, según fuentes policiales, cuentan con nuevas pruebas que inculpan a una periodista local. Se desconocen los motivos por los que dicha periodista…” El artículo seguía divagando sobre los motivos y las intenciones de la presunta ladrona y hacían una descripción tan detallada de la persona que, aunque no figuraba su nombre, todos los compañeros de profesión la identificarían sin problemas. El robo se había producido dos días antes y, desde entonces, se estaban cebando sobre su persona.

El otro periódico local, en el que ella trabajaba, se había apresurado a desmentir dichos rumores, pero la competencia seguía sacando fruto del rumor. Si había que hablar con propiedad, pensó Karen, lo cierto era que el día anterior, cuando la policía la había llamado a declarar, había dejado de ser un rumor para convertirse en un hecho. Había permanecido en comisaría casi una hora. La habían interrogado y ordenado que no abandonara la ciudad sin comunicarlo.

Karen estaba sentada a la mesa de la cocina del piso que compartía con su hermana y llevaba más de media hora releyendo los periódicos sin conseguir todavía hacerse a la idea de que, ella, era la protagonista. Sonó el timbre del microondas y Karen tiró el periódico sobre la encimera malhumorada. ¿Cómo podía haberse metido en semejante lío?

Oyó el ruido de la puerta del piso al cerrarse y enseguida la voz cantarina de su hermana.

—Hola, ha llegado la peque de la casa —anunció Elisa antes de estampar un beso en la mejilla de su afligida hermana mayor.

—Bueno, como ves, la delincuente también ha llegado.

—Ya veo que tu humor no ha mejorado.

—¿Cómo quieres que mejore con pullas como esta? —preguntó señalando el artículo—. No sabes las bromitas que he tenido que aguantar toda la mañana.

—Venga, en el periódico todos saben que eres inocente —animó Elisa mientras salía para dejar el abrigo en la percha de la entrada.

—Sí, pero, aun así, se lo están pasando en grande a mi costa. ¿Cómo me he metido en este lío?

—Supongo que, como siempre, por mi culpa —respondió Elisa ya de vuelta.

No era la intención de Karen preocupar a su hermana con su comentario. Así que, intentó restar importancia al asunto.   

—No digas tonterías.

—Bueno, es evidente que si no hubieras alentado mis estúpidas teorías... —añadió afligida la benjamina, mientras se lavaba las manos en la fregadera.

—Pensar que el museo en el que trabajas no tiene las medidas de seguridad necesarias e intentar llamar la atención para remediarlo, no es una estúpida teoría. Y, de hecho, si lo pensamos fríamente, hemos tenido un gran éxito. Hemos demostrado que teníamos razón.

Elisa trabajaba en el museo desde hacía tres años y casi desde el primer momento, al darse cuenta de las precarias medidas de seguridad con las que contaba, había puesto en conocimiento de los superiores sus temores. Pero la dirección había desestimado su propuesta, dándole unas palmaditas en la espalda y diciéndole que se ocupara de sus asuntos. Karen, había decidido ayudarle y había incluido en su columna algunas llamadas de atención, pero habían sido igual de improductivas.  

Lejos de desanimarse, Karen había ideado otro plan de ataque. Durante varias semanas, estudió los planos que Elisa le facilitó y planificó un plan teórico de robo. Se lo mostró a un compañero de carrera que ahora trabajaba en una revista especializada en arte y en el número de ese mes, había salido publicado como “El plan perfecto de robo”. Con ello intentaba llamar la atención de tasadores, expertos, galerías, inversores… con la esperanza de que la dirección recibiera algún que otro tirón de orejas. No se les ocurrió pensar que su plan de robo gustaría tanto que alguien lo pondría en práctica, pero así había sido. Un hábil ladrón había llevado a cabo la sustracción de un manuscrito, copiando hasta el más mínimo detalle de su plan ficticio. ¿Quién podía culpar a la policía de que sospechara de ella?

Elisa había olvidado, por un momento, el tarjetón que le quemaba el bolsillo desde que había salido del museo. Con la intención de animar a su hermana, lo paseó ante sus ojos, sonriente.

—¿Qué es eso? —preguntó Karen.

—Una invitación para la fiesta.

—¿La fiesta? —repitió Karen, imitando la cara de asombro de su hermana—.  ¿Te refieres a “LA FIESTA”?

Elisa afirmó varias veces con la cabeza, muy sonriente.

El museo organizaba una fiesta anual a la que acudía la flor y nata de la ciudad. Todos los años tenían costumbre de repartir media docena de invitaciones entre los empleados del museo.

—Puedo llevar un acompañante. ¿quieres ser tú?

—¿Yo? no sé si me quedará bien el esmoquin.

—No seas tonta. No especifica que tenga que ser hombre. Venga, ¿vendrás?

—Hermanita, con las acusaciones que penden sobre mi cabeza, no sé si soy la compañía adecuada.

Elisa cruzó los brazos enfurruñada y con boquita de piñón, anunció:

—Sabes la ilusión que me hace ir, pero si no vienes, yo tampoco iré.

—Está bien. Si la policía no es capaz de acusarme abiertamente, no creo que esos mentecatos se atrevan.

—¡Estupendo! —exclamó Elisa entusiasmada—. Esta tarde vamos de compras —afirmó con los brazos en alto y un leve contoneo de caderas y hombros.

 

 

En cuanto entraron en el hall, Karen se detuvo para admirarlo como se merecía. El museo ocupaba las antiguas instalaciones del matadero municipal. El edificio, de dos pisos, había sufrido una costosa y larga remodelación hacía una década, tras la cual, se había reconvertido en espacio cultural. Ahora, con su fachada de ladrillo rojo, en perfectas condiciones y ese toque de modernismo con el que los arquitectos habían dotado su interior, se había convertido en uno de los museos de referencia del país. Todo un logro para una ciudad eternamente considerada “normal”. 

La planta era rectangular. Con dos alas laterales, para las exposiciones permanentes, unidas por una cúpula central acristalada, bajo la que se encontraba el hall de entrada. Dos escaleras de mármol blanco, con forma de media luna, una a cada lado del amplio recibidor, daban acceso a la segunda planta, en la que, ambas, se unían a través de una moderna pasarela con suelo acristalado y barandilla de aluminio.  El ala derecha de la segunda planta, la ocupaban las oficinas y la de la izquierda, se empleaba para las exposiciones itinerantes. El sótano de todo el edificio, estaba reservado para un inmenso almacén al que, por supuesto, Karen no tenía acceso, pero que, según Elisa, albergaba tantas o más obras de las que estaban expuestas.   

Mientras su hermana mayor admiraba la impresionante vidriera multicolor de la bóveda por la que, pese a la hora, todavía se filtraban los últimos rayos de sol, Elisa, echó un primer vistazo a la ya abundante concurrencia. Los camareros habían empezado a entremezclarse con los asistentes y ofrecían las delicatessen que, el catering contratado, había preparado con esmero para la ocasión. Elisa tomó el par de copas que le ofrecía uno de los camareros, le pasó una a su hermana y, a la vez que daba un corto sorbo, siguió observando, buscando caras conocidas.

Enseguida localizó al señor Cam. Desde que él se había incorporado a la junta directiva del museo, hacía dos años, Elisa formaba parte de su séquito de admiradoras. A la mayoría, les había bastado su innegable aura de misterio, su indiscutible carisma y su, por qué no decidirlo, imponente físico. Pero a ella, además, le había cautivado su basto conocimiento sobre el mundo del arte en general. Se habían cruzado alguna vez en los pasillos o coincidido en alguna ocasión en la cafetería, pero nunca había hablado con él. A sus treinta y siete años, el señor Cam, se había convertido en un reputado tasador de obras de arte. Y sus servicios eran reclamados por coleccionistas y museos de dentro y fuera del país. De hecho, gracias a sus contactos, el museo había conseguido hacerse con obras muy disputadas y codicias también por otras galerías.  Además, el año anterior, había publicado un libro, que Elisa había devorado en cuanto salió a la venta, sobre las reliquias de la Edad Media y, con su prosa fácil y su lenguaje sencillo, había conseguido que, ese periodo de la historia, ya de por si atrayente para ella, se convirtiera a partir de entonces, en su favorito.

Karen, por el contrario, sí lo conocía en persona. Hacía un mes, le había pedido una cita para entrevistarle y saber su opinión sobre la seguridad del museo. El señor Cam, para su gusto, había resultado ser muy evasivo.  Encantador, muy galante y educado, pero distante. Había sabido mantener la conversación en el límite justo de lo correcto. En ningún momento había sido osco o descortés. Había respondido a todas sus preguntas, pero Karen no había conseguido ninguna respuesta comprometida y, para cuando quiso darse cuenta, el señor Cam la estaba acompañando hasta la puerta de su despacho, poniéndose a su disposición para cualquier otro asunto en el que pudiera serle útil.

Karen, tras abandonar el despacho del escurridizo señor Cam, se había pasado por la oficina de Elisa. Y, cuando esta le había preguntado por la entrevista, se había mostrado tan evasiva con su hermana como su interlocutor lo había sido con ella. Tenía su ego algo resentido y no quería reconocer que, por primera vez en mucho tiempo, había vuelto a sentirse como una periodista novata, recién salida de la universidad, incapaz de conseguir las respuestas que quería.

 

No llevaban más de veinte minutos en la fiesta, cuando Karen tomó del brazo a su hermana y señaló disimuladamente.

—¡Mira quién está con tu señor Cam! Ricardo Crespo. Me pregunto qué pinta aquí un restaurador.

—Y ¿qué lugar más lógico para un restaurador que un museo? —preguntó su hermana, presuponiendo que se trataba de un restaurador de obras de arte.

Karen, por su trabajo, estaba muy al día de las personas que realmente tenía influencia en la ciudad y Ricardo Crespo, sin duda, era de los que tenía amistades muy útiles. Elisa seguía mirándola esperando una explicación y Karen se la dio al instante.

—Cariño, no es ese tipo de restaurador. Es el propietario de uno de los restaurantes más en boga de la ciudad.

—Me atrevería a asegurar que, “en boga”, irá unido a caro y ostentoso.

—Imagino que sí. Supongo que será uno de esos lugares a los que tú y yo tendríamos que estar sin comer una semana para poder ir a cenar una noche.

 

En el otro lado de la sala, Ricardo, como buen observador, a los pocos minutos de que su amigo le arrastrara a otra de esas tediosas fiestas del museo, ya había detectado las dos caras nuevas en el panorama de aburridos intelectuales. Y, al enterarse de que se trataba de las dos jóvenes a las que relacionaban con el robo del manuscrito, su interés fue máximo.

—Y ¿dices que son hermanas? —preguntó a su amigo.

—Como te he dicho, sólo conozco a una, pero presupongo que la otra es la hermana —respondió Alfonso Cam.

—Parece mentira. Son dos auténticas beldades y, sin embargo, no se parecen en nada ¿no te has fijado? Una parece todo ternura, dulzura y sensualidad, mientras que la otra parece todo temperamento, bravura y energía.  Físicamente no tienen nada en común, sin que por ello dejen de ser la dos muy atractivas —continuó divagando—.  A simple vista no sabría con cuál quedarme —añadió como si hablara para sí.

—No tienes que quedarte con ninguna —afirmó tajante Alfonso, molesto porque su amigo llevara siempre toda conversación a un terreno personal.

Aunque, en su fuero interno, tuvo que reconocer que tenía razón. Simplemente con mirarlas a la cara, se podía adivinar la diferencia de caracteres. Las facciones de la una, eran suaves y su piel clara, rozando la palidez. La otra, lucía una tez más morena y, según recordaba él, salpicada de pecas. Mientras las cejas de una eran finas y suavemente curvadas, las de la otra eran más gruesas y picudas, dotando a su rostro de una expresión como si, constantemente, se estuviera cuestionando todo lo que le rodeaba. Esa noche, la periodista, llevaba su abundante melena cobriza sujeta en un vistoso recogido, pero él sabía por su encuentro anterior, cuando le entrevistó, que el cabello le llegaba a media espalda. Su hermana, sin embargo, lucía un estiloso corte a la altura del cuello. Y mientras que, el de la periodista, recordaba que colgaba lleno de bucles y largos tirabuzones, el de esta, era liso y de color castaño, casi rubio. Sus alturas, sí eran parecidas, pero su constitución volvía a ser desigual. La más joven era más delgada y estilizada. La mayor, por el contrario, lucía unas curvas muy bien proporcionadas para el gusto de Alfonso.

Alfonso pensó que el tema había quedado zanjado, pero al momento, volvió a sentir otro codazo intercostal de su amigo.

—Como vuelvas a hincarme el codo entre las costillas —advirtió sin miramientos—, te lo rompo.

Su amigo obvió el comentario e inquirió:

—¿Cuál de las dos crees que desarrolló el plan de robo?

—No tengo datos en qué basarme. Supongo que ambas.

—Vamos, mójate un poco. Sé que ya tienes tu teoría.

Alfonso se resignó a contestar. Conocía a su amigo y no se iba a dar por vencido hasta que lo hiciera.

—Supongo que los datos técnicos se los proporcionó la hermana que trabaja en el museo, pero mi intuición me dice que, la mente más maquiavélica, es la de la periodista. Como tú, opino que la otra es demasiado dulce para llevar a tal extremo su determinación.

Ricardo pareció reflexionar y, al momento, afirmó:

—Sí, estoy de acuerdo. Creo que tienes razón.

Solo un par de minutos después, Ricardo volvió sobre el mismo tema. 

—¡Oye!, y hablando de las hermanas, ¿tú crees…?

Alfonso no aguantó más y le cortó a media frase.

—¡Oh! está bien, ya basta. Vamos, te las presentaré para que dejes de hacer conjeturas. Si no, terminaré con una costilla rota.

—Bien —contestó su amigo haciéndose el sacrificado—, como creas conveniente.

 

Karen había estado observando de nuevo a los dos caballeros. La verdad es que la vista, se le iba una y otra vez hacia ellos. Sin dejar de mirarlos, tomó del brazo a su hermana y comentó:

—¿Sabes? Creo que esos dos son bastante más que conocidos de fiestas comunes.

—Sí, yo también lo creo —afirmó Elisa tan observadora como ella—. No se han saludado efusivamente al llegar, pero si te das cuenta, aunque se separan y hablan con otras personas, cada cierto tiempo vuelven a reunirse.

—Exacto, y si te fijas, no necesitan tener contacto visual para charlar. No hablan mirándose el uno al otro. Ambos se sitúan a la par y observan al resto. Charlan mirando al frente. Parece como si hablaran de temas banales y, sin embargo, algo me dice que no es así.

—¿Crees que hablan del robo? ¿Nos relacionarán con él?

—El robo es el tema de conversación común. Ya he oído varios comentarios. La mayoría no pasan de ahí, pero nuestro amigo seguro que está enterado de mi paso por comisaría. Tal vez por eso, no se ha dignado a saludarnos.

—No seas mal pensada. Quizás no se acuerda de ti. Hace semanas que lo entrevistaste y, además, hoy estás irreconocible.

Karen se giró para mirarla dubitativa.

—No pongas esa cara, es un cumplido —añadió Elisa dulcemente—. Hoy estás guapísima —piropeó—. Nada que ver con tu aspecto anodino habitual.

—Tienes que practicar más con los cumplidos. No puedes decir a alguien que es vulgar y desaborido trescientos sesenta y cuatro días al año y pretender que se sienta feliz con tu piropo.

—No seas mala. No tergiverses mis palabras.

—Vale, acepto el piropo, te lo agradezco y te lo devuelvo. Tu sólo estás estupenda trescientos sesenta y cinco días al año.

No sonaron falsas las palabras de Karen porque era lo que sentía sinceramente. Su hermana, le parecía la más dulce de las criaturas y además hermosa por naturaleza.

Con su cruce de piropos habían perdido de vista a los dos caballeros que habían desaparecido de su campo visual. Elisa volvió a retomar el tema y preguntó a su hermana.

—¿Cómo es él?

—¿Quién? ¿Tu héroe?

—No le llames así.

—¿Por qué no? Desde que leíste su libro y, aunque nunca has hablado con él, o precisamente por eso —puntualizó Karen quisquillosa—, le idolatras.

—Venga, dime ¿cómo es?

—¿Aparte de atractivo?

—Por supuesto, eso ya lo veo yo. Me refiero a su carácter. Tú has hablado con él y eres buena catalogando a las personas. ¿Cómo es?

Karen meditó por un momento y, puesto que su hermana era una entusiasta de todo lo relacionado con la edad media, se le ocurrió una palabra que lo definía bastante bien.

—Templario.

—¿Templario?

—Sí, un caballero templario, ya sabes… apuesto, leal, disciplinado, célibe, controlador, frío, distante. De los que saben nadar y guardar la ropa.

El señor Crespo carraspeó a su espalda y para sonrojo de ambas, al girarse, comprobaron que el señor Cam estaba a su lado.

Karen rogó que la capa de maquillaje fuera capaz de ocultar su tono carmesí.

Ricardo estaba realmente divertido por la situación y no pudo dejar de sonreír. Karen no supo interpretar el rictus del señor Cam.

—¡Buenas noches! —saludó Cam dirigiéndose a Karen—. Espero que se esté divirtiendo.

Karen abrió la boca para contestar, pero sin saber todavía qué decir. Esos segundos de duda fueron su salvación. Al parecer era una pregunta retórica porque Cam añadió:

—Creo que no conoce a Ricardo Crespo.

—No personalmente, pero, aunque no he visitado su restaurante, su buena fama le precede.

—Ella es Karen Márquez —añadió el señor Cam.

—Será un placer invitarles cualquier noche —afirmó Crespo estrechando su mano—. Así podrán opinar de primera mano.

—Muchas gracias. Ella es mi hermana Elisa.

—Un placer —afirmó Crespo inclinándose levemente hacia delante, al tiempo que apretaba la mano de Elisa.

Cam esperó su turno y estrechó también la mano de la joven, mientras que comentaba:

—Tengo entendido que somos compañeros. También trabaja en el museo, ¿no es cierto?

—Sí, así es —confirmó Elisa emocionada—. Soy una apasionada de sus investigaciones —añadió a renglón seguido.

—Bueno, esta es su ocasión entonces. Si le apetece, puedo mostrarle la colección de máscaras ceremoniales aztecas que he estado organizando estas últimas semanas.

—Creí que todavía estaba cerrada al público —afirmó sorprendida Elisa.

—Al público sí. A mí, lo dudo.

La caída de ojos que hizo Karen fue de lo más elocuente y él supo leer lo que pensaba. Su amigo, no se conformó con que lo adivinara y comentó.

—Eso ha sonado prepotente incluso para ti.

—Sólo es la verdad y puedo demostrarlo —afirmó ofreciendo su brazo a Elisa.

Cuando esta hubo enlazado el brazo con el suyo, añadió:

—Creo que ustedes dos son demasiado contemporáneos para saber apreciar este pase privado. Seguro que se divierten más cotilleando el vestuario de las invitadas.

Con esas palabras, Karen fue excluida del recorrido privado y tuvo que limitarse a ver cómo el señor Cam, se inclinaba levemente ante su hermana y, con un caballeresco gesto, la invitaba a echar a andar hacia la escalinata.  Karen volvió a sorprenderse cuando, antes de ponerse en marcha, lo vio girarse de nuevo hacia ella y, aproximándose hasta una distancia que podría considerarse muy confidencial, le susurró casi al oído.

—Me ha gustado su definición de mi persona. Creo que ha acertado prácticamente en todo, aunque ha cometido un error garrafal.

Hizo una pequeña pausa, como si le concediera tiempo para que adivinara con cuál de los adjetivos no se identificaba y, al instante, añadió:

—Le aseguro que nunca he sido tentado por el celibato.

Karen no los vio marchar. Mantenía la mirada fija en sus zapatos, deseando que la baldosa de debajo se la tragara.

Ricardo Crespo resultó ser una compañía muy agradable para Karen, a la que le pareció mucho más tratable que su amigo. Al menos, con él, su respiración era rítmica y acompasada y no intentó disimular que no sabía nada del rumor de la autoría de robo. Al contrario, lo afrontó sin disimulos, entrando directamente en el tema.

—He de confesar que soy un admirador suyo.

—¿Y eso?

—Bueno, hay que ser muy valiente para presentarse hoy aquí.

Karen sonrió relajada al no percibir mala intención en sus palabras.

—Pero, mi presencia puede deberse a otros motivos que nada tienen que ver con la valentía.

—¿Por ejemplo? —preguntó Crespo entregándole una copa de cava que acababa de tomar de una bandeja.

—Puedo ser presa de un ramalazo de locura.

Crespo frunció el ceño y arrugó la nariz mientras negaba con la cabeza.

—Descartado, no tiene pinta de loca.

Karen siguió con la mirada a su hermana y su acompañante que llegaban a lo alto de las escaleras y agitó los dedos de su mano en respuesta al gesto de despedida de su hermana, antes de que desapareciera por el pasillo lateral. Al tiempo y, sin dejar de mirar a la pareja, afirmó:

—Tal vez no quiera dejar en la estacada a un ser querido.

—Eso es más creíble y requiere todavía más valentía.

Karen no sucumbió a los cumplidos y volvió a añadir, esta vez mirándolo de frente:

—O, simplemente, puede que, en contra de todo pronóstico, realmente sea inocente y no esté dispuesta a dejarme amedrentar por el qué dirán.

El señor Crespo levantó su copa a modo de brindis y respondió:

—Para lo cual, sigue necesitando una gran dosis de valentía.

Ella cedió al fin y agradeció el apoyo incondicional de aquel desconocido. Una vez roto el hielo, siguieron conversando y a los pocos minutos, bromeaban como si realmente fueran ya viejos amigos. Karen se fijó en él, con más detalle, y comprobó que también era apuesto, atractivo y educado, aunque de forma diferente al señor Cam. Siempre sonreía y se mostraba amable. Y no la dejó sola ni un momento hasta que media hora más tarde regresaron Elisa y el señor Cam. Ella venía entusiasmada. Él se limitó a enlazar unas cuantas frases, lo justo para no resultar descortés y, cinco minutos más tarde, tras una mínima mirada a su amigo, se despidieron y las dejaron solas.

Elisa describió, con todo detalle a su hermana, lo que había visto y, el resto de la velada, fue difícil hacerla hablar de otro tema que no fueran las máscaras. Siempre le había gustado la pintura, pero desde que trabajaba en el museo se había aficionado a todas las representaciones del arte. Visitaba todas las exposiciones y se había comprado varios libros, entre otros el del señor Cam.

Una hora más tarde, cuando ambas estaban en la guardarropía recogiendo sus abrigos, ellos volvieron a acercarse.

—¿Ya se van? —afirmó Ricardo, tomando el abrigo de Karen de su mano y ayudándola a colocárselo mientras Alfonso hacía lo propio con Elisa.

Los dos actuaron al unísono, como si lo tuvieran ensayado, sin embargo, pareció algo muy natural, cotidiano en su comportamiento.

—Sí, por hoy ya he desafiado suficiente a los elementos —respondió Karen con sorna.

—No se deje intimidar —bromeó Ricardo.

—Lo intentaré.

Karen siempre se sentía violenta cuando era el centro de atención y con los tres pares de ojos fijos en ella, dijo lo primero que se le vino a la mente para romper el momento.

—Queda pendiente esa cena, no pienso olvidarlo.

—Ni yo lo pretendo —respondió Ricardo como si estuviera esperando que ella sacara el tema—. ¿Qué tal esta semana? ¿El miércoles les vendría bien? —añadió después de volver a mirar tan solo un segundo a su amigo y recibir su aprobación con un leve movimiento de cabeza.

Karen volvió a sentirse azorada. Su hermana salió en su auxilio.

—No se sienta obligado —afirmó Elisa—, mi hermana ladra, pero no muerde.

—Al contrario, me sentiré herido si no aceptan —volvió a insistir él.

Karen se enfureció al instante. El señor Crespo parecía realmente interesado, pero, por el contrario, el mutismo del señor Cam solo podía significar que estaba deseando verse libre del compromiso. Con la intención de ofenderlo, como a ella le estaba ofendiendo su silencio, afirmó:

—Dejémoslo para más adelante ¿de acuerdo? El señor Cam no parece muy entusiasmado por compartir su tiempo con nosotras.

Una chispa se encendió en los ojos de Alfonso y, al momento, con una leve sonrisa burlona, afirmó:

—Al contrario, últimamente me tienta mucho el otro lado de la ley.  Estoy deseando confraternizar con un presunto ladrón.

—Presunto es la palabra clave, no lo olvide —respondió Karen herida de nuevo.

—Bien, entonces estamos de acuerdo —afirmó Ricardo terminando con la disputa—. El miércoles a las nueve las esperamos en mi establecimiento.

Ricardo sacó una tarjeta del bolsillo interior de su chaqueta y, tras mantenerla ante Karen unos segundos sin lograr que esta la tomara, se la entregó a Elisa. Esta la cogió con una trémula sonrisa, sin dejar de mirar a su hermana que, a su vez, seguía con la mirada fija en Cam, que, a su vez, no dejaba de mirarla con un leve matiz burlón.

 

Y llegó la noche de la cena sin ningún acontecimiento digno de mención.

Cuando las chicas llegaron al restaurante, el maître las acompañó inmediatamente hasta la mesa que ya ocupaban los dos caballeros. Ellas los vieron levantarse al unísono en cuanto entraron y ambas se miraron con complicidad, encantadas de ese gesto tan caballeresco y, para qué engañarnos, ya tan poco frecuente.

Ricardo, en cuanto tomaron asiento, propuso dejar los formalismos y empezar a tutearse y, al resto les pareció perfecto. Pese a ser prácticamente desconocidos, la charla fue fluida y amena para todos. Pero, hacia mitad de la cena, la conversación empezó a derivar con, el arte, como único tema. Arte, museos, colecciones, pintores...  y Karen empezó a sentirse excluida.  Peor todavía, aburrida.

—He oído que eres propietario de una pequeña escultura de mucho valor.

Comentaba en ese momento Elisa.

—Bueno, sin duda, para mí lo tiene —respondió Alfonso sin poder disimular un cierto orgullo en su voz.

—Corre el rumor de que la vas a entregar al museo en breve.

—No hagas mucho caso de los rumores —replicó burlón—. Es cierto que el museo me lo ha pedido.

Hizo una pausa y añadió irónico:

—En realidad, me persiguen noche y día, pero de momento, solo he accedido a plantearme el hecho de cedérsela por un breve espacio de tiempo.

—¿Y…? —inquirió Karen harta de quedarse fuera de la conversación.

—Y ¿qué? —replicó él sin saber a qué se refería.

—Te lo has planteado y ¿qué has decidido?

—Nada de momento. Solo accedí a pensarlo, nunca dije que fuera a decidir de inmediato.

—Vamos, no finjas ante las señoritas —intervino ahora Ricardo—. Jamás se desprenderá de SU TESORO, ni por un segundo —añadió mirando a Karen.

Alfonso, sin levantar la cabeza, alzó los ojos para atravesar a su amigo por la sorna que había detectado en su tono.

—Todavía no lo he decidido, nada más.

—Venga —bromeó de nuevo Ricardo—, a ellas no hace falta que les des coba, no van a chivarse al museo.

Karen captó perfectamente el momento en que, sin palabras, Alfonso le advirtió a su amigo que debía de abandonar el tema. Molesta y aburrida como estaba, ese mínimo gesto fue suficiente para que ella decidiera seguir con el asunto, y mientras Ricardo llenaba galantemente su copa de vino, ella afirmó sin titubeos.

—Pues yo creo que estás obligado a ceder tu baratija al museo para que la exponga.

Elisa abrió los ojos como platos sin creer que su hermana hubiera podido ser tan grosera.

Alfonso detuvo el tenedor a mitad de camino hacia su boca y, sin perder la compostura, giró la cabeza a la izquierda para mirar a Karen y afirmó, con cierto tono sarcástico:

—Perdón, creí que ser el dueño de la baratija me daba algún derecho de decisión.

Karen, al recuperar el protagonismo y sentirse de nuevo dentro de la conversación, no solo no sintió remordimiento alguno por su intervención, sino que, con su locuacidad habitual, tomó de nuevo la palabra.

—Creo que, siendo miembro del consejo y trabajando para el museo, aunque solo fuera por ética…

Elisa no aguantó más y la interrumpió antes de que dijera cosas más graves. Lo cierto es que parecía la única afectada por las palabras de su hermana. Los dos caballeros la escuchaban con tanta atención como calma.

—¡Karen!

Elisa se giró hacia Cam y algo sonrojada intentó explicar lo inexplicable.

—Disculpa a mi hermana. Considera que el arte es una parafernalia, montada con el único fin de entretener a una panda de esnobs y eso, a veces, le hace ser algo irrespetuosa con el mundo del “Arte” en mayúsculas.

Elisa seguía mirando a su hermana, amonestándola con la mirada y esta frunció el ceño y le sacó la lengua, como haría cualquier niña desairada.

Ricardo tuvo que apretar la comisura de los labios para no reír.

Las mejillas de Elisa subieron un tono más su color y añadió:

—Rectifico, mi hermana es irrespetuosa con el mundo en general.

Alfonso tenía la vista fija en su delicioso bistec y dejó que el cuchillo se internara con parsimonia una vez más en la jugosa carne. Sin demostrar que las palabras de Karen le hubieran afectado, comentó:

—Hace unas semanas, cuando conversamos en mi despacho, me dio la impresión de que eras una apasionada del arte.

—No te confundas —aclaró Karen sin pudor—, todo mi apasionamiento era una burda pantomima.  Es Elisa la que siente el arte en sus venas. La he oído hablar tantas veces, con tanta pasión, que me limité a imitarla.

Alfonso vio la burla en sus ojos. Sabía que no era totalmente cierto que no le gustara el arte. Tal vez no era tan versada en el tema como su hermana, pero era de las que sabía admirar la belleza allí donde la viera. Alfonso también era consciente de que se había sentido apartada de la conversación y lamentaba no haberse dado cuenta, pero a él le gustaba el vivo interés que demostraba Elisa por el tema. Sabía que eso le había disgustado y con razón, pero no le iba a permitir comportarse como una niña mimada. Con él, no. Así que, aunque no era su costumbre, se vio obligado a replicar con la misma ironía que ella.

—¡Vaya! ¡Enhorabuena! Conseguiste engañarme. ¿Finges igual de bien en todo y con todos, o es solo conmigo?

Ricardo vio que Karen iba a replicar, vio que Alfonso lo estaba deseando y vio que Elisa, en cualquier momento, no resistiría más y se metería debajo de la mesa, así que, aunque a él también le gustaba comprobar que alguien se atrevía a increpar al todopoderoso señor Cam, decidió intervenir y proponer un oportuno brindis en honor al momento que había unido sus destinos. Karen, por supuesto, tuvo que decir la última palabra y casi en un murmullo, añadió como coletilla al brindis:

—No sabemos por cuánto tiempo.

A partir de ese momento, se cuidaron muy mucho de dejar a Karen fuera de la conversación. En realidad, fue ella la que, con una sutil dirección de Alfonso, que intentaba recabar el máximo de información sobre las hermanas, propuso los temas y así, fueron trenzando unos con otros. Y sin saber muy bien cómo, acabaron hablando de lugares especiales. Ricardo eligió, sin ninguna duda, Nueva York.

—Lo siento, sé que soy poco original, pero para mí tiene algo mágico.

Las dos hermanas reconocieron, sin vergüenza, que no habían estado nunca en Estados Unidos. Elisa dijo que le gustaría conocer Bali.

—Me han hablado muy bien.

—¡Ah! Alfonso puede daros su opinión —comentó Ricardo, ocultando medio rostro bajo la servilleta, cuando su amigo le clavó su mirada.

—¿Lo conoces? —preguntó Elisa con entusiasmo.

—Sí, estuve en mi viaje de novios —afirmó Alfonso sin apartar la vista de su amigo.

—¿Estás casado? —preguntó Elisa con desencanto y cierto grado de sorpresa.

—Lo estuve —respondió mirándola con una tierna sonrisa.

—¿Y te gustó? —preguntó Karen.

Cuando Alfonso se giró para mirarla, vio de nuevo el brillo de la malicia en sus ojos y como confirmación la oyó añadir:

—Me refiero a Bali por supuesto, no a tu matrimonio.

Alfonso, que nunca desaprovechaba una buena batalla dialéctica, respondió:

—No puedo decirte. Si he de ser sincero, y como sabe muy bien mi amigo, en los quince días que estuve allí, abandoné la habitación del hotel en contadas ocasiones. Fui el hazmerreír de todos cuando regresé con un más que reducido reportaje fotográfico de las maravillas del lugar.

Karen fingió indiferencia, pero realmente envidió a la mujer capaz de retener a aquel hombre en una habitación de hotel durante dos semanas. Tomó la copa y comprobó que el pulso le temblaba y respiró hondo para reconducir sus pensamientos. En cualquier caso, aquel hombre sereno, frío e imperturbable que tenía sentado a su derecha, no parecía poder ser el mismo salvaje incontrolado que se había encerrado con una mujer durante quince días en la habitación de un hotel. ¿Tanto habría cambiado?

 

La velada fue realmente agradable para las chicas.  Cuando después de una breve sobremesa, anunciaron que ya debían de retirarse, ellos salieron a acompañarlas hasta el taxi y una vez más, demostraron su caballerosidad, abriéndoles las puertas, cediéndoles el paso y esperando hasta que el vehículo se puso en marcha.

En cuanto el taxi se alejó unos metros, Elisa y Karen se miraron y, al instante, las dos empezaron a reír a dúo.

—¡Dios mío! —exclamó Karen cuando recuperó la compostura—. Hace años que no salgo con un hombre que me abra la puerta del coche, me sujete la silla al sentarme, o apoye su mano en mi espalda para cederme el paso y guiarme.

—Yo creo que nunca he salido con un hombre así —suspiró Elisa—. ¡Son encantadores!

—Ya lo creo, parecen sacados de un libro de caballería. Si hasta sus nombres evocan tiempos pasados —bromeó Karen—: Alfonso I el batallador y Ricardo corazón de León —añadió con gran pompa y boato.